Por: Nicolas Borja Dorado
Parecían infatigables los recuerdos a la intemperie de su memoria, cuando Ambrosio Asioma regresaba furtivamente de los surcos y se arrunchaba en las cobijas imitando un dormido. Sin olvidar el minucioso detalle de arropar sus pies descalzos, evitando las energías turbias que según él, viajarían a través del istmo de sus dedos, siendo los andenes el viento y su corazón el destino. “El coco” le jalaría las piernas, creía. Cuando en realidad era solo la comunicación directa con sus seres queridos asesinados vilmente en tiempos pasados. Venían en formas asaltantes y abrumantes a eso de las seis de la tarde, cuando el sol despedía aquellos sonetos. Paulatinamente, se adueñaban de las energías de Ambrosio, extenuándolo, y ennegreciendo su vista hasta el sueño. Sus familiares óbitos lo protegían de esa manera, para apartarlo de la lucha generacional que llevaban contra la alevosía del estado, de violencia arrasadora e inmarcesible; donde la seguridad pública parecía fantasmal.
A lo que su paya, Usnavy le contestaba distraída por lo extraordinario de sus relatos oníricos: –Mirá, churi, otra razón más pa’ que se coma todo el almuerzo, para que crezca sano y fuerte, como su tayta, se lo prometo–. Mientras remendaba una vez más las alpargatas del chiquillo que venían vueltas nada, según Ambrosio le alcanzaba oír a su paya.
Y en tiempos pasados…
Su padre, Aldo Asioma no lo acompañaría más sobre la tierra. Fue asesinado cuando las balas volaban entorno a su pecho, y el sonido del revólver oxidado simultáneamente al de la fuga de sus sicarios en moto, daban noticias, de otro caso común que indudablemente quedaría en los archivos impunes, donde descansarían en la eterna sala de espera. Fueron las balas del olvido… Y los definitivos dispares disparos que convertían la vida de Aldo Asioma, otro cadáver que empezaría a descomponerse. Y que hacía unas horas, protestaba a gritos el sueño de un pueblo que por fin viviese su paz en el folclore de sus costumbres, y no en el miedo del crepúsculo.
De igual manera y de distintas formas, habrían muerto injustamente algunos de sus antepasados como guardianes de la pacha mama. Era raro, que los turistas nacientes en la urbe, les respetaban, en el nombre de líderes sociales. Pues, al parecer así aparecían todos los días y en primera plana, de docena en docena: listas de nombres extraños en pocos periódicos del país, denunciando con el corazón verraco, las víctimas del conflicto. Era funesto ver cómo algunos verdugos se identificaban como militares o como héroes de restauración nacional.
Volviendo al presente.
Ambrosio Asioma había planeado como escaparse de su hogar desde hace varios días, pero era solo por un ratito, definitivamente el alma del niño se regocijaba en la casa “soneto uno”. Existía en el pueblo veintidós sonetos organizados horizontalmente. El llano que comenzaba en dirección a la puerta y a sus espaldas, deslumbraba la selva virgen. Y en su imaginación, con música de persecución y como si existiera cuenta regresiva, listo para el despliegue de sus travesuras, sonaba el disparo y el tiempo que empezaba agotarse. No había vuelta atrás, si se devolvía… Era seguro un fatal correazo de su abuela Usnavy que terminarían amortiguados con las vitaminas forjadas por la sopa de pescao’ que le servirían de paliativo, según recordaba la promesa de su paya. Igualmente, por más brusco que fuese el cuero lastimando su piel, valía la avidez de encontrarse con su futuro, primer amor. Llevaba consigo una flor en honor a su padre, se llamaba nomeolvides que sería también un detalle para Alessandra Aladra. Exponiendo como la eternidad fuese posible para dos corazones infantes enamorados. Y donde también el peligro, fuese imperceptible con tal de verse aquella noche.
Oscurecido el día se desplazaba descalzo y con miedo en el despoblado pueblo, refunfuñando no haberse traído un pedacito de yuca para calmar el hambre. Y a pocos pasos de una sonrisa y tal vez un intento de beso, Ambrosio Asioma había recordado el consejo de un compañero suyo, inexperimentado en el amor. Quien le había dicho que intentara imitar el comportamiento de sus labios como si estuviera chupando pepa e’ mango, para ser todo un “galán” …
Y se esfumaron las nubes temporales, porque estaban juntos por fin, y a pesar de brazos famélicos, aquel abrazo era imperecedero para el presente.
El tiempo no daba para más, si se prolongaba la compañía, las consecuencias serían desalentadoras en la deriva del lodo. Pues corría el riesgo de ser derribado cualquier cuerpo en pie a altas horas de la noche. Y hablando en la ruralidad, los horarios cambiaban. Normalmente el momento de dormir tenía que ser antes de las 7:00 p.m, para madrugar el día siguiente a las 6:00 a.m. En fin: los desapacibles fusiles estarían al tanto para acribillar los extintos guardianes de la pacha mama, que se reunían en algún soneto a recitar poesía y a direccionar la lucha que todos los días parecía desahuciada. El amor a los versos, se entrañaron tanto en sus vísceras que se molestaron en nombrar cada residencia fijada en un poema. A lo que Ambrosio enterado, al momento de devolverse a su casa, cuando se detuvo a escuchar en las hierbas, aquellas reuniones secretas. Decidiendo así, bautizar imaginariamente como el soneto XXII la casa de Alessandra Aladra, porque el recuerdo era fugaz e idéntico en su memoria “[…] Frente a mis ojos estabas, reinándome, y reinas, como hoguera en los bosques el fuego es tu reino […]”
Ya en su casa, ni tan furtivo fue cuando se tiró en la cama imitando un dormido, porque sin querer hizo ruido. En su mente, aquel muchacho estaba pálido solo con pensar en el correazo que se iba llevar. Y aunque la abuela se despertó asustada, por los sonidos que ocasionó Ambrosio. Usnavy, cuya valentía espanta el miedo (porque ni a las cucarachas voladoras les temía), quedó paralizada del susto y ni quiso moverse a revisar quien era. Y analizado lo ocurrido, Ambrosio, un poco confuso, se preguntó, como era posible que su paya, tuviese terror de que fuesen los militares, quienes verdaderamente se escondían detrás del ruido ¿Era acaso la violencia despiadada, el temor de este pueblo reprimido? ¿O era acaso, posible pensar en que el amor podría sobrevivir a esta guerra?
Bueno, pues lo cierto es que Ambrosio Asioma redactó sus palabras más sinceras, dejando su corazón en ellas, apenas pasaba unas horas después de hacerse el dormido. Menos mal lo hizo de esta manera, porque no hubo de otra. Al día siguiente con la misma rutina de escape, la suerte le falló. Y aunque sus allegados muertos le advirtieron del peligro, tratando de ennegrecer su visión para adormecerlo, la energía del corazón inocente, el niño recién enamorado, latente desvanecía toda distracción.
No alcanzó si quiera a mitad de camino con la carta en mano, cuando sonaban ráfagas de subfusiles que acababan con otra lideresa que había planeado hablar con otros guardianes de la pacha mama en su rutinario horario. Como acá no importaba la edad, Ambrosio Asioma era otro cuerpo en pie a “altas horas de la noche”. He ahí otra ráfaga. He ahí un niño muerto.
Al siguiente día solo se escuchaban los llantos de su paya y los hijos de la lideresa que quedaban huérfanos. Y nadie salió anoche ayudar, pese a que todos se despertaron por los numerosos disparos. Ni siquiera el vecino que reconocía impresionado al frente de su puerta, el cuerpo de Ambrosio Asioma que agonizó toda la madrugada.
Junto al cuerpo, estaba la carta. Y pensando en la muerte de su padre, escribió:
La noche, casi siempre y sin falla te recuerda lo absurdo que es la vida, sin falta tortura tu mente y reanima las penurias momentáneamente, sin embargo, lo increíble de esos pequeños instantes existenciales es que parecen infinitos, pero no lo son. Al otro día las melancolías desaparecen. Y cuando estoy junto a ti, la inefabilidad es densa, porque espero como el nombre de tu flor: nomeolvides.